Un día más para ellos es un día menos. No hay que tratar de entenderlo. La vida no puede entenderse. Solo hay que tratar de sobrevivir, poco a poco, como cada persona hace cuando la realidad le da una bofetada en la cara y le dice que despierte. Pero ahí siguen. Muertos del asco, saboreando un triunfo que aún no han conseguido, celebrando un amor que nunca han experimentado.
Y entre tanto, los desdichados sueñan por las esquinas, desaparecen debajo de un tren, y recorren las calles bajo la lluvia. Una y otra vez, por los siglos de los siglos. Y parece mentira, que los desdichados, son los enamorados, y los que no quieren admitir que la vida les ha ganado el pulso, y los que sueñan despiertos y dibujan siluetas en el vaho de la ventana, y los que lanzan besos al aire y fuman sin compromiso, y los que roban almas a hurtadillas y se van siempre antes de que puedan descubrirles, y los que morirían por una persona de la que apenas conocen su reflejo, y los que prefieren apurar la copa antes de pedir la cuenta, y los que tiemblan sin que haga frío y cierran los ojos sin sueño, y los que no distinguen la mañana de la noche, y los que andan siempre con banda sonora, y los que creen en lugares sin verlos, y los que se revolucionan con una mirada fugitiva y una mueca sin destinatario, y los que prefieren despeinado a emperifollado, y los que prefieren choque de labios a choque de piernas, y los que descubren que la vida ha pasado en una sala con pantalla gigante, y los que caminan despacito y se giran después de haberse despedido, y los que saludan con la mirada y se quedan sin palabras, y los que convierten los silencios en fantasías de una vida, y los que edulcoran el café hasta el suicidio, y los que quieren llorar y no pueden, y a los que la mente les dice que sean amigos, y a los que el alma les dice que destrocen la cama. Esos.
Esos son los desdichados.
