Hace un año, decía adiós a unas cúpulas de una catedral de una ciudad, mientras escuchaba una canción que nombraba la fecha exacta del día de mi partida. Hace un año, un 23 de junio, me daba cuenta de que me iba y me tocaba decir hasta luego a la gente que se quedaba. Hace un año, tenía una discusión sobre el destino o la casualidad. Yo, aférrima defensora de la casualidad, afirmaba que las cosas no pasan por una razón, que no nos miran desde el cielo, o desde otra dimensión, y nos dicen: oh, a ti te van a joder; oh, tú vas a suspender; oh, tú te vas a enamorar; oh, a ti se te va a morir el hámster; oh, tú vas a ganar la bonoloto. Porque no, joder, el destino no existe. Sin embargo, vislumbraba la existencia de una casualidad poética. Esa casualidad que hace que cuando un día 23 de junio estás abandonando personas y lugares en los que has sido feliz, a las 3 y media del mediodía, suene una canción que te dice que dejes el equipaje en la ribera, que no te va a servir cuando cruces la frontera. Es inevitable entonces, a mi parecer, creer en la casualidad poética. La misma que un agosto te hizo aterrizar en tierra extranjera, un diciembre te hizo casi conocer al cantautor de tu vida, la misma que un enero te trajo de vuelta casi completa. La casualidad.
Un año después, es difícil no creer en algo. Pones una lista de reproducción en aleatorio antes de salir de casa, la primera que encuentras, porque has quedado para despedirte y no quieres llegar tarde como siempre. Y entonces, suena la misma canción de la despedida. ¿Destino o casualidad?
Junio. 3 del mediodía. Lo que cambian las cosas en un año. O no.
Cuando eres de los que se van, las cosas son de otra manera. Hay tristeza, hay lágrimas, hay incertidumbre, pero también mucha curiosidad. Cuando eres de los que se quedan, la curiosidad ya no es una excusa para evadir el carpe diem. Ahora solo quedan los recuerdos tristes adornados con canciones de "La casa azul", los caminos de bar en bar pidiendo la última canción del grupo del año, y las conversaciones en frente de aquellas cúpulas de aquella catedral de aquella ciudad. Hace un año decía que, seguramente, mañana volveríamos a bailar a cualquier otra parte y a jugar al futbolín borrachos. Y lo hicimos. Volvimos a bailar, volvimos a jugar, volvimos a emborracharnos, y a estudiar, y a decir hola, y adiós. Todo eso que pronosticaba la poesía de la casualidad, volvió a suceder. Y no recordaba por qué había tenido tanto miedo hace un año, si, al fin y al cabo, todo iba a ser igual al volver.
Pero bueno, mientras que el destino se tomaba unas vacaciones, y la vida transcurría como si tú no le importaras una mierda, había cosas que no podían permanecer estáticas. También reflexioné sobre eso hace un año. Pensaba que hay que cambiar, deconstruirse, retorcerse una y mil veces, y luego, si eso, volver. Y eso es vivir. O aprender. EN FIN. Adiós melodramas. Volvimos, sí. Pero volvimos distintos; y eso, no está tan mal. Teníamos pendientes ese baile y ese futbolín, aunque la promesa de un juego igual que el de ayer hizo que la vuelta fuera una mentira. Pero volvimos. Y cambió la manera en la que los recuerdos se construían. Nada había cambiado, y sin embargo, todo era diferente. Y fuimos todo lo que la casualidad quiso que fuéramos.
Mirabas a las personas, recorrías las calles, cogías apuntes y comprabas en el Mercadona. Igual. Igual. ¿Igual? El fallo fue pensar que las cosas serían igual cuando nadie era el mismo.
Volvimos. A ese bar, a esa biblioteca, a esa sala de cine, a esas cúpulas de esa catedral. Y aprendimos a ser iguales en nuestros cambios. Nosotros, vosotros y ellos. Y hasta en los días más raros, siempre había una persona que te decía que por qué no te tomabas un descanso y unas cañas. Miedo a lo nuevo, miedo a lo desconocido, miedo a que las cosas hayan cambiado mientras no estabas, o a que tú hayas cambiado mientras todo el mundo estaba. La verdad, no fue para tanto. Ahora que es junio, lo podemos decir.
Destino, casualidad, me la suda. La mierda de vivir en continuas novatadas, la vida dándote por detrás, los relojes que se sincronizaron al cruzar el Océano, las cosas que permanecieron o que mejoraron, los nuevos sabores del alcohol, el nuevo indie, y el flamenco-trap que ahora lo petaba, los programas de la 2 que te perdiste, los amigos que descubriste en cinco meses después de cinco años, y los que perdiste tras esos mismos años, las oportunidades que tuviste, y las que dejaste pasar, las risas en las noches del principio, y las lágrimas del final, los conciertos de vuelta frente a las cúpulas, y los paseos de madrugada escuchando canciones tristes.
Pero.
Al final.
Qué lujo poder estar escribiendo esto mientras el sol asoma por la ventana, veo a la vecina colgar las sábanas blancas y suena un premonitorio "tu recuerdo es un taladro a las 3 del mediodía". Es junio. Son las 3. Los días han pasado como meses, y los meses, como días. Y no sé cómo he llegado a estar en el mes del buen tiempo, los conciertos y las bibliotecas. Marzo fue lo que no quisimos que fuera, y Sabina ya describió a la perfección lo que pasa con el abril de cada año. Mayo voló entre apuntes y despedidas. Y ahora, tú, que estás leyendo esto, lo tienes que saber, si es que no lo sabes ya; si has entrado en mi vida, es que eres una persona bonita que inspirará un relato triste. Porque la felicidad no es adecuada para los poemas, y la vida no puede basarse en la sonrisa. Tú, que estás leyendo esto, lo sabes.
Si sois de esas personas que melancolizan todas las situaciones posibles, apartando la vista, caminando por Compañía, y escuchando canciones tristes en bucle hasta cansaros los ojos; bienvenidos, esta es vuestra cinta. Os diría que sí, que olvidarais el sufrimiento, el dolor en el pecho no asociado a una enfermedad cardíaca, los recuerdos tristes mirando el mar, las canciones de Iván Ferreiro, las despedidas con lágrimas en los ojos o congoja en el corazón, la mirada de desaprobación de vuestros padres en la última discusión que tuvisteis, la última película que visteis antes de iros, las palabras que dijisteis o las que no, las novatadas de primero, ser veterano en segundo, el grupo de amigos definitivo en tercero, la adaptación en cuarto justo antes de marchar, y las despedidas del final; os diría que lo olvidarais, pero ambos sabemos que si eres de mi clan, te va a importar una mierda lo que te diga.
Ahora, todo esto se ve desde la primera fila, y da un vértigo que te cagas. No sabes cuántos de los adioses serán definitivos, y no quieres saber, la verdad. Al final, lo que queda, no será la palabra hiriente, la mirada esquiva o el corazón roto. Todo fue bien. El viaje fue bonito, las personas también, al menos las que importaban, los lugares no podrían haber sido más preciosos, y las canciones molaron tanto. Melancoliza lo justo, y triunfarás. O al menos, ese debería de ser el dicho.
Sofía, joder, a mentir a tu puta casa.
De verdad, de verdad, que no os miento. Ser intenso que te cagas es lo mejor que os puede pasar. Pero ya. Ya pasó. Vamos a echarnos de menos un tiempo, y volveremos a bailar (en cualquier otra parte), y a jugar al futbolín borrachos. Y no seremos los mismos, pero eso me da igual.
Vais a ser los profesionales más humanos del universo. O los humanos más profesionales que haya visto. O las personas que queráis ser. Y no recordaremos la mitad de esto, pero ya no importará. El destino no existe. Pero la casualidad poética puede que sí.
Todo está en regla esta vez. No hay error.
Nos vemos en el futuro.
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