20 de agosto de 2013

On the road

Vale, ahora estamos en vacaciones y todo parece adquirir un color tornasolado como el de las películas de los 60, las noches se pasan rodeadas de amigos y tequilas, y el despertador coge polvo. Mucho polvo. 
Pero, ¿qué pasa cuando estás sentado en tu habitación un miércoles de febrero con los apuntes abiertos encima de la mesa, la ventana cerrada porque hace un frío glaciar, el flexo con su espeluznante luz amarilla apuntando hacia tu cara, son las doce de la noche y aún te quedan por estudiar veinte hojas para el examen del día siguiente, día en el que casualmente también tienes que entregar un ensayo sobre La metamorfosis y una práctica sobre la deshidratación del sulfato de cobre, por no hablar del libro de inglés que deberías haber leído pero que aunque te encanta leer no has tenido ni una sola tarde libre desde que empezó el trimestre para leerlo? Fácil respuesta: deseas mandar todo a la mierda y mudarte a otro país. O... deseas que llegue el verano para poder librarte de todo eso de una manera legal. Y sí, amigos, esta opción, por el bien de nuestros padres, es la que la mayoría elegimos.

Porque en vacaciones sientes esas ansias de escapar de todo. En parte porque, sí, claro, lo necesitas con urgencia. Pero en parte porque todo ser humano necesita abandonar la rutina y perder un poco de vista todo lo que conoce para descubrir justamente eso, lo que desconoce. Para poder ver cosas que nunca vería encerrado entre las cuatro paredes que tiene por habitación, para poder conocer personas que quizás nunca conocería de no ser por esa repentina llamada de socorro, para poder descubrir cosas de uno mismo de las que puede que nunca se hubiera dado cuenta de otra manera. Bueno, o puede que simplemente decidas viajar para olvidar que en casa te espera un montón de tareas por hacer, de formularios que rellenar, de facturas que pagar, de gente a la que complacer, de exámenes que estudiar, de estanterías que ordenar o de broncas que recibir.
Acostumbrarse es la peor y la forma más lenta de morir. Pero eso no significa que vivir en el lugar y en el momento en el que te ha tocado vivir sea una condena. Porque igual que en casa te esperan los días más interminables del mundo, te espera también música por escuchar, libros por leer, amigos por conocer, películas por ver, chistes por los que reír, cervezas por beber, aprobados por sacar, sueños que soñar, fiestas que celebrar, bailes por bailar... Y todo eso, todo lo que vivas aquí, serán recuerdos que se quedarán contigo para siempre. 

No intentéis evitarlo; llega un día en el que todo te parece lo mismo. No sabes ni cómo ni por qué. Pero como mínimo una vez al año para los más conformistas y una vez a la semana para los más soñadores, tienes ganas de dejarlo todo atrás, de escapar de tu casa y de tu ciudad, de dejar a tus amigos, de abandonar tu puta vida por unos instantes, y de instalarte en cualquier otro lugar. Algunos lo llaman ansias de libertad, otros prisa por vivir, y otros cansancio de la rutina. Es ley de vida.
Así que salid, dad mil vueltas, dad la vuelta al mundo si queréis, subid a la Torre Eiffel, tomad té en Inglaterra, alquilad una góndola, recorred la Muralla China, haced la ruta 66, probad el chocolate suizo, haced un safari, idos a la selva brasileña o visitad el Empire State. Recorred el mundo, conoced gente, aprended cosas, descubrid nuevos lugares. Pero, por favor, algún día, cuando todos esos recuerdos se apelotonen en vuestra cabeza y sintáis que aquello de lo que queríais huir es ahora lo que encontráis ajeno y anhelado, regresad.

Mientras tanto: bon voyage!