30 de abril de 2020

Dale una oportunidad al cine

En esta entrada me desprendo de mi usual sentimentalismo tragédico con el que narro las vicisitudes de mi aburrida vida y hoy, me inclino por la reivindicación. 

Vengo a reivindicar el cine. Porque no paro de escuchar a mi alrededor críticas despectivas hacia ciertas películas por clásicas, por largas e "intragables", por ser de hace mil años, por ser pedantes, por estar en blanco y negro, por ser para gente que le gusta el cine tía pero para mí no. Y esto me da mucho rabia, pero sobre todo me da mucha pena. Me da mucha rabia porque que se caracterice de desconectada de la actualidad a una película clásica solo por el hecho de su año de rodaje me parece de una atrevida ignorancia; pero sobre todo me da mucha pena, porque perderse más de la mitad del legado artístico de nuestro mundo por un prejuicio estúpido supone dejar escapar la oportunidad de enriquecerse tanto cultural como personalmente. Y eso es algo que no puedo dejar estar. Por eso, hoy vengo a reivindicar.

Qué me estás contando, tía. Pues mira. No voy a hablar de obras maestras, no voy a hablar de planos y contraplanos, estructuras de guion, edición, cambios de luz o método Stanislavski. Voy a hablar de la historia detrás del cine y de la historia detrás de que a mí me guste el cine. 

Ordeno cronológicamente porque tengo las ideas mezcladas y necesito un hilo conductor. 

1940. Quiero rescatar a Chaplin. Este señor inglés instalado en EEUU, dirige en 1940 la que sería su primera peli sonora, "El gran dictador". Hablamos de 1940, en plena Segunda Guerra Mundial. Un señor con bigote, bajito y de posible ascendencia judía (me refiero a Chaplin, no a Hitler) hace una película en la que se mofa de Hitler y Mussolini en particular y de los regímenes dictatoriales en general y en la que critica la persecución de los judíos en Europa. Y la gente la ve. Cierta gente, claro. En España no se estrenaría hasta después de la muerte de Franco. Vuelvo a decir, estamos en 1940, y las escenas de sátira hacia las dictaduras me hacen morir de risa y a la vez, flipar con eso de que se pudiera rodar algo así en mitad de tal conflicto. El discurso final de esta película, mundialmente conocido, es una defensa de la paz y de la unión de los pueblos contra la tiranía, y sigue estando vigente pasen los años que pasen. Un discurso que acaba así:

"En nombre de la democracia, utilicemos ese poder actuando todos unidos. Luchemos por un mundo nuevo, digno y noble que garantice a los hombres un trabajo, a la juventud un futuro y a la vejez seguridad. Pero bajo la promesa de esas cosas, las fieras subieron al poder. Pero mintieron; nunca han cumplido sus promesas ni nunca las cumplirán. Los dictadores son libres solo ellos, pero esclavizan al pueblo. Luchemos ahora para hacer realidad lo prometido. Todos a luchar para liberar al mundo. Para derribar barreras nacionales, para eliminar la ambición, el odio y la intolerancia. Luchemos por el mundo de la razón. Un mundo donde la ciencia, el progreso, nos conduzca a todos a la felicidad.

Soldados: en nombre de la democracia, debemos unirnos todos”.

Yo veo esto en 2019. No diré qué acontecimientos fascistas se producen en nuestro mundo en noviembre de 2019, lo dejo a vuestro juicio, pero a mí, me recuerda a la actualidad, me da mil vueltas a la cabeza, y su discurso se me queda muy dentro como si me estuvieran hablando directamente. Sofía, joder, soy Chaplin hablándote hace 80 años. ¿Qué, cómo? ¿Hace cuánto?

O sea, que el inconveniente de que sea en blanco y negro, ni te enteras, os lo aseguro. Que sea larga. Dura 124 minutos; dura más la última de los Vengadores. Que sea aburrida, imposible. Se está riendo de los putos nazis, joder. Eso es algo atemporal. 




1951. Estamos de nuevo en EEUU. Elia Kazan, un director excepcional pero posteriormente repudiado por Hollywood debido a su participación en la caza de brujas, dirige una de las películas más importantes de todos los tiempos: “Un tranvía llamado Deseo”, una adaptación de una obra teatral de Tennessee Williams. Así que estamos en los 50, en Hollywood. Pero también estamos en el siglo XXI. Una adolescente Sofía tiene 15 años, y ese día, acaba de tener, examen de física y química (a saber). Mientras cena, zapea y ve en la por entonces cadena de televisión “La sexta 3”, que están echando cierta película en blanco y negro. Le suena el título, y ahora puedo confesar que le suena porque había visto un capítulo de los Simpsons donde Marge protagonizaba esa obra de teatro. Así que se queda viéndola. Ponen que es para mayores de 18 años. Pero vamos a ver, cómo una película de hace mil años puede ser para mayores de 18 años. Sofía suda del cartelito rojo. Entonces Sofía aún no lo sabe, pero está viendo una de las películas más famosas de todos los tiempos. También está viendo a Vivien Leigh y a Marlon Brando en su apogeo como actores. Y lo que menos sospecha Sofía, es que está viendo una peli sobre abusos, violencia de género, sexo, locura, prejuicios, clases sociales, estereotipos y traumas infantiles. O sea, Sofía está jodida. Os copio aquí su sinopsis: “Blanche, que pertenece a una rancia pero arruinada familia sureña, es una mujer madura y decadente que vive anclada en el pasado. Ciertas circunstancias la obligan a ir a vivir a Nueva Orleans con su hermana Stella y su cuñado Stanley (Marlon Brando), un hombre rudo y violento. A pesar de su actitud remilgada y arrogante, Blanche oculta un escabroso pasado que la ha conducido al desequilibrio mental. Su inestable conducta provoca conflictos que alteran la vida de la joven pareja”. 

Pero al final lo que Sofía saca en conclusión de “Un tranvía llamado Deseo” es que es una historia de violencia, de deseo y de locura. Y estos son temas atemporales. Repito, atemporales. Y Sofía flipa de una manera superlativa. Su primera peli en blanco y negro y le ha dejado loca. Y al día siguiente, vuelta a los ejercicios de matemáticas. Que alguien se compadezca de ella.

En fin, no sé si me he explicado bien. Tenemos el prejuicio de que es en blanco y negro, de que está basada en una obra teatral archiconocida y de que es un “clásico”. Y a mí me la sudan. Una película de 1951 que trata temas fundamentales viaja en el tiempo hasta 2010 y una adolescente saca las mismas conclusiones que sus espectadores originales. Esta es una película que, sin ser de mi top 10, recomiendo encarecidamente ver. Porque la excitación que deja, se entiende antes, ahora y siempre. Solo son 122 minutos, no me jodáis.




1961. Sigo en Hollywood. Hay una escena mítica que todo el mundo conoce, aunque nunca haya visto “Desayuno con diamantes” de Blake Edwards. Y es esa escena de Audrey tomando un croissant en frente de la joyería Tiffany´s. Solo por eso ya podría ser atemporal. Pero bueno, aquí sí lo tengo que decir, y es que estoy profundamente enamorada de Audrey Hepburn y de esta película, e igual no soy 100% objetiva. Pero tengo que hablar de ella. Apunte: esta peli ya es en color. Una Sofía adolescente, que sigue ocupando el protagonismo de mis recuerdos, ve por primera vez “Desayuno con diamantes”. La conclusión que saca esta chavala de 15 (o 16, no sé) de esta primera visión, es que quiere ser como Holly Holightly (la protagonista), quiere llevar su ropa, tener su gato, enamorarse de su vecino, etc. Y Sofía vive a partir de entonces en un cuento de hadas made in Hollywood. Lo que Sofía desconoce es que esta película está basada en una novela de Truman Capote, que para quienes le hayan leído, sabrán que no es precisamente un novelista edulcorado, sino más bien alguien visceral y rudo. Periodista, ni más ni menos. 
Así que, Sofía ya a los 18 lee esta novela llamada “Desayuno en Tiffany´s”. Aunque después de ver la película de Hepburn tres veces más en esos años, algo sospechaba, ahora lo confirma. Esta película trata sobre una prostituta con un pasado perturbador que se enamora (Capote no lo llamaría enamoramiento, precisamente, pero sí, algo pasa) de un escritor (y gigoló) vecino suyo. El final de la película es, hay que reconocerlo, el de una verdadera comedia romántica hollywoodiense, y dista un poco, del final agridulce que le dio Capote en la novela (no os lo desvelo por si queréis leerla). Ahora sí, os pongo la sinopsis de la película: “Holly Golightly es una bella joven neoyorquina que, aparentemente, lleva una vida fácil y alegre. Tiene un comportamiento bastante extravagante, por ejemplo, desayunar contemplando el escaparate de la lujosa joyería Tiffanys. Un día se muda a su mismo edificio Paul Varjak, un escritor que, mientras espera un éxito que nunca llega, vive a costa de una mujer madura.” 

¿Cómo? ¿Nada de prostitución? ¿Nada de exceso? ¿Nada de bisexualidad? Lo habéis adivinado, Hollywood me la coló e hizo que mi yo de 15 años quisiera ser una prostituta. Con todo el respeto que se merecen, por supuesto. En fin, puede ser que más bien yo quisiera ser Audrey Hepburn. 
Si toda esta historia aún no os ha dado ganas de verla, o de verla de nuevo, también tengo que decir que el papel de Audrey iba a ser primero para Marilyn Monroe. Pero que esta lo rechazó porque no quería que se la relacionara con un papel de señorita de compañía. Y ahí sí, puede que toda la película hubiera cambiado por completo. Y quizás hubiera hecho más feliz al pobre Capote, que debió de flipar con la versión edulcorada de Blake Edwards (ojo, que yo la amo). Pero la ingenuidad de Hepburn es esencial para darle el toque de inmortalidad a esta película, unida a ese vestuario perfecto y a esa música de Henry Mancini. Bueno, y la escena de la fiesta en el apartamento de Holly, que es divertidísima y brutal. 

Estamos en 1961, vuelvo a recordar. Y, al fin y al cabo, la película hablaba de una joven liberada sexualmente (la protagonista tenía 19 años) y de su independencia, de las apariencias, del glamour y de la sordidez, llamémoslo así. Pero también tiene todos los ingredientes de una buena comedia romántica, no os asustéis. Dura 115 minutos, es en color y tiene protagonistas guapísimos. Os animo a verla.




1972. Ostia, Sofía, otra vez Hollywood, qué pesada. Bueno. Es que tengo que hablar de una película porque es esencial en la historia del cine. Y es que también tiene una relación con la Sofía adolescente. Esta vez, Sofía pasa la noche de su 18 cumpleaños en casa. En la tele ponen “El padrino” y su padre, que es el fan número uno de esta trilogía, le anima a verla. Así que ambos se ponen a verla. Sofía, que por fin tiene la edad legal para ver la trilogía (esto es una gilipollez porque ya ha visto todo Tarantino, pero tiene que convencerse de alguna manera porque tiene 18 años y aún no ha visto El padrino y no sabe cómo se puede considerar cinéfila), empieza a verla con gran interés. Lo que no sabemos de Sofía, es que es viernes, lleva toda la semana con exámenes de segundo de bachillerato y ha pasado su tarde en el conservatorio. Sofía está en la mierda, y tras la escena de la cabeza de caballo, you know what I mean, Sofía se queda frita en el sofá. Sacrilegio. Sofía se duerme la primera vez que ve El padrino. Y la Sofía de la actualidad se ve en la necesidad de justificarla diciendo que es que quiere verla con detenimiento un día que no esté cansada. 

Sofía prueba a verla otra vez la semana siguiente. Y flipa. Flipa tanto que no puede creer que haya pasado toda su vida sin verla. También se enamora de Al Pacino, pero, en fin, eso es algo secundario. Y luego, viene la segunda. Que es mucho mejor que la primera, según ella. Y la tercera, que sigue siendo buenísima a pesar de lo que digan. Y se ha tragado la historia de los Corleone como si fueran su propia familia. Es necesario decir, que esta película también está basada en una novela escrita por Mario Puzo, el cual coescribió los guiones junto con Francis Ford Coppola. Os pongo la sinopsis: “América, años 40. Don Vito Corleone (Marlon Brando) es el respetado y temido jefe de una de las cinco familias de la mafia de Nueva York. Tiene cuatro hijos: Connie (Talia Shire), el impulsivo Sonny (James Caan), el pusilánime Fredo (John Cazale) y Michael (Al Pacino), que no quiere saber nada de los negocios de su padre. Cuando Corleone, en contra de los consejos de 'Il consigliere' Tom Hagen (Robert Duvall), se niega a participar en el negocio de las drogas, el jefe de otra banda ordena su asesinato. Empieza entonces una violenta y cruenta guerra entre las familias mafiosas.” 

A ver, estamos hablando de una película de mafiosos, que dices tú, vaya desconexión con la actualidad. Pero vamos a ver. ¿Qué hay detrás? La Sofía mayor de edad flipó porque la película reunía toda la miseria y la grandeza humana. Las apariencias, los celos, la familia, el honor, el amor, el desarraigo, la ambición. Las pulsiones humanas. Todas a una. Y es que, a partir de esta película se ha creado todo un género. Cualquier película de mafiosos tiene que ser directamente comparada con El padrino, porque es que tiene que ser así. Todo eso que veis ahora en Los soprano o en Peaky Blinders, tiene su origen aquí. Pero probablemente también todo lo que veis en cualquier película, incluso en las de Marvel. Las pulsiones humanas, el bien, el mal, y su mezcla, que siempre es más interesante, la línea que no se ha de pasar y se pasa, la traición, la pasión, el desencanto, la alegría, la tristeza, el miedo, la derrota, la vida. 
Todo ello sin mencionar aún sus actuaciones (la de Brando queda para la historia), su BANDA SONORA o sea flipas, su guion (gracias Mario), su dirección… Este es el cine con mayúsculas y paso de considerar sus 175 minutos como excesivos porque es un insulto para la humanidad. 

Recomiendo encarecidamente que la volváis a ver o la veáis por primera vez disfrutando de cada detalle, porque es historia universal, porque sus escenas son míticas, y porque, igual os pasa como a la Sofía mayor de edad, igual comprendéis por fin algunos guiños hacia ella en los Simpsons.





1984. Esta vez viajamos a la Movida. Sí, voy a hablar de Pedro. Concretamente, de una de sus películas, que no es mi favorita, pero sí la que me ha causado mayor impresión: “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”. Veo esta película en 2019, en un arranque de amor Almodovariano tras ver Dolor y gloria. Después de acabarla, tengo que asegurarme del año de estreno. 1984. Sí, sí. 1984. Me he quedado flipada. Os cuento de qué va: “Gloria, un ama de casa frustrada, malcasada y adicta a las anfetaminas, vive en una casa de vecinos de un barrio humilde con su marido, que es taxista, sus hijos y su suegra. Compagina las labores del hogar con el trabajo de asistenta en otras casas”. 

Ahora, os cuento de verdad de qué va. Carmen Maura, que es la protagonista, es una ama de casa de los 80 en un barrio del extrarradio de Madrid. Hasta aquí parece normal. Pero todos sabemos que Almodóvar no era normal. Almodóvar era un telefonista, aspirante a estrella del pop y maricón en los años ochenta en Madrid. Almodóvar es un género en sí mismo y no va a perder la oportunidad de mostrarlo. 
Esta película muestra unas escenas sexuales con las que, a mis 23 años y en pleno siglo XXI, me quedo loca, y flipo con que eso se pudiera ver en 1984. También trata el hecho de la violencia de género, aunque desde la sátira, de una manera extremadamente visual y cruda, encarnada en el personaje del marido. También la adicción (en este caso a las anfetaminas de la protagonista) y la prostitución, pues la vecina de esta ama de casa es una encantadora prostituta (Verónica Forqué) que se lleva a sus clientes a casa. Por otro lado, la pederastia, pues el hijo pequeño de Carmen Maura, se prostituye con un señor mayor. Y las drogas, el hijo mayor (menor de edad) ejerce de camello. Todo eso, visto desde la sátira total, como nos tiene acostumbrados Almodóvar, me resulta a mí, una urbanita del siglo XXI de ideas aparentemente liberadas, completamente irreverente. Y me pregunto si algo así se podría estrenar en las salas de cine en la actualidad, con la ultracorrección que se está imponiendo últimamente. 

Reflexiono, flipo y agradezco a Pedro por los prejuicios de los que me libera cada vez que veo una de sus películas. De verdad, os animo muchísimo a que la veáis, porque además de ácida y crítica, es tremendamente divertida, para todos, de verdad. Y Chus Lampreave  hace un papel que te mueres de risa. Y solo son 101 minutos.




1995. Ya no os entretengo más. Llego a los 90, a lo que aún podemos considerar como clásico. Y ahora, quiero pararme a revindicar a una mujer. Una mujer que me fascina en todo lo que hace. Es Emma Thompson. En los 90, decide que quiere realizar una adaptación de una novela de Jane Austen (otra mujer con una vida muy interesante, que recomiendo leer siempre) que le encanta. De ahí nace el guion de “Sentido y sensibilidad”, la adaptación de Ang Lee sobre la novela. 
Tengo que decir que cualquier novela de Austen es atemporal. De nuevo, narra las pasiones humanas, casi siempre desde la perspectiva femenina, y aunque esté ambientada en el siglo XIX, bien podría ser la actualidad. El amor, los prejuicios, el desencanto, las apariencias, las influencias. La vida, otra vez. Esta es la sinopsis de la adaptación cinematográfica de “Sentido y sensibilidad”: “Inglaterra, siglo XIX. Dos hermanas completamente distintas: una, pura razón y sentido común (Emma Thompson); la otra, pura sensibilidad y pasión (Kate Winslet), se enfrentan al amor y a las adversidades de la vida. Al morir su padre, deben abandonar su hogar, que pasa a manos de un hermanastro, hijo del primer matrimonio de su padre. Se mudan al campo y, allí, tendrán experiencias amorosas que producirán en ellas un cambio profundo.” 

Vale, la novela es una barbaridad. Escrita en 1811. O sea, que flipas. Pero la película no se queda atrás. Me atrevo a decir que el mérito es en gran parte del maravilloso guion de Emma Thompson (sin menospreciar a su director), que consigue adaptar la novela a la perfección. Los personajes decimonónicos podrían ser tú y yo, pero con caballos y ausencia de derechos femeninos. Además, Emma se asignó el papel principal y lo bordó.

Sofía la vio con 20 años, luego leyó la novela, y tal y como le había pasado con “Orgullo y prejuicio”, volvió a flipar con la capacidad de las autoras para emocionarla. Otra vez nos encontramos ante una película que narra las pulsiones humanas, y a mí, me conquista. 
Emma se llevó el Oscar por el guion. Y pasó algo más. Durante la película, el guapísimo y jovencísimo actor (en ese momento) Greg Wise (que me perdone Hugh Grant) se enamoró de Emma. Más tarde, Emma reconocería que flipó cuando se lo dijo, porque ella era mayor que él y no entendía qué veía en ella. ¿Qué veía en ti? Me cago en mi vida, Emma. Que habías escrito un guion de Oscar, eras una tía simpática y guapísima y, además, actuabas que te cagas. Hasta Emma que aplastaba el patriarcado en sus guiones, caía en las trampas del mismo. Pero no quiero hacer un discurso político. Solo decir que ambos actores se casaron y siguen juntos, y que, sin querer ser mala, el tiempo ha tratado a Emma con una sutil  y envidiable elegancia; y no se puede decir lo mismo de su marido.

Pero cotilleos aparte, es una película preciosa, esta vez de 135 minutos, que os recomiendo ver. Por Emma, por Jane y por mí.






Os extrañaréis de que no haya hablado de mi querido Tarantino. Lo sé. Lo que pasa es que no me ha surgido. Pero podéis disfrutar de sus películas igual, empezando por “Reservoir dogs” y "Pulp Fiction", que son de las cosas más entretenidas que he visto en mi vida. 

Y hasta aquí, nada más. Me faltan grandes clásicos, películas emblema, directores brutales. Pero esto es solo algo para abrir boca. 
Y, por supuesto, en la actualidad también hay películas que serán consideradas clásicos y obras maestras cuando seamos viejitos, y alguien vendrá a reinvindicar a Nolan, Dolan, Gerwig o Fincher. 

Esta es mi defensa de los clásicos. Temo que se me ha hecho más larga de lo que yo había querido en un principio, pero solo he tratado de ir convenciéndoos por medio de diferentes artimañas, de que detrás de un clásico, hay siempre una historia que es atemporal, que da igual que haya pasado hace mil años, que tiene la capacidad de emocionar ahora y siempre.

Por favor, dadles una oportunidad.





7 de abril de 2020

Sin tu latido

Hoy me he acordado del desayuno al que me invitaron en casa de mi amiga la mañana antes de irnos de viaje. Tenía de todo: fruta, tostadas con tomate, croissants recién horneados, zumo, café, galletas. ¿No comes más? Es que yo ya había desayunado en mi casa. Venía con el propósito de arrastrar a mi amiga e irnos de festival lo más pronto posible. Pero me senté allí, durante media hora, en su mesa de la cocina y re-desayuné más por gula que por compromiso. Y probé cada cosa que había frente a mí charlando animadamente de las noticias del verano, que, en verdad, no eran noticias, porque todos sabemos que en verano no pasa nada. Al menos para nosotros, para los que no queremos que una mala noticia arruine nuestras vacaciones. Así que comí, otra vez. He de confesar, tengo un estómago muy pequeño, pero me pueden las tostadas con tomate por la mañana. Sus padres, como siempre, fueron amables, dicharacheros y padres. Nos previnieron de los peligros del exterior y reímos porque a nuestra edad ellos ya estaban viviendo por su cuenta. Creo que nunca antes me había parado a pensar en este reducto del verano. No con este detalle, en el que recuerdo el color de las tostadas, el olor de los croissants y la sonrisa de mis anfitriones. El detalle me ha repiqueteado la cabeza mientras veía llover apoyada en el quicio de la puerta del balcón. Me ha sobresaltado y me ha mandado al verano como una cruel máquina temporal. Allí, yo, sentada, comiendo. Mi amiga bebiendo la leche. Su padre leyendo el periódico. Su madre haciendo café. Y luego, aquí, la lluvia cayendo en gotas débiles y embusteras sobre el parque de enfrente de mi casa en un Día de la Marmota más, sin fecha exacta.
Y me sentí tremendamente vacía. Todo un sin sentido, pues el recuerdo se había recreado posiblemente para mi supervivencia y estaba consiguiendo todo lo contrario. Quizá mi cabeza solo quisiera hacerme sentir algo ante la escasez de vivencias reales de estos momentos. A saber. La realidad es que la belleza deja paso a la indiferencia y eso es lo peor que nos puede pasar. 

El otro día, en una de esas llamadas de ahora, sin hora ni tiempo, me dijeron que "mal de muchos, consuelo de tontos". "Somos muy tontos, entonces". "Pues sí". 
Pues sí. Me consuela imaginar que lo jodido de la vida nos ha tocado a todos al mismo tiempo, en una suerte de egoísmo radical. Sin embargo, lo jodido de estar mal es que siempre hay alguien más jodido que tú. La queja se vuelve egoísta y ridícula y nunca es necesaria si puedes evadirla con cortesía. Porque existen muchos más jodidos que tú. Y aún así, el recuerdo de unas tostadas con tomate en un día gris en un balcón me ha hecho pensar que, de alguna manera, todos estamos igual de jodidos. De alguna manera. De alguna manera, a nadie nos gusta que una mala noticia arruine nuestras vacaciones. Soy consciente de la frivolidad de todo esto. Quien espere encontrar en estas líneas una reseña al heroísmo, una oda al caído o un mensaje de aliento fraternal, se ha equivocado de medio. Vengo a hablar de cosas inútiles que no importan más que cualquier otra cosa en estos días.

La tostada como símbolo o el recuerdo como bandera es de lo poco que me ayuda a sobrellevar esta situación caótica de vida. Y aún así, el recuerdo es un arma de doble filo. Tanto te da, como te quita. Por eso, hay que aprender a usarlo bien. El recuerdo del desayuno es mío. Podéis dibujar en vuestra cabeza el vuestro. La cara de ese amante que acababais de conocer en Tinder con el que os faltaba solo una cita más para llegar al final y ver si todo era igual a lo que prometía en su perfil, el sonido de vuestra guitarra que os dejasteis olvidada en otra casa porque aún estabais en ese limbo de amor-odio por la que se pasa siempre al comenzar a aprender un instrumento, o el café que os estabais acostumbrando a tomar a las seis de la tarde para descansar en la biblioteca a la que ahora ibais puntualmente porque habías descubierto sus beneficios. O quizás, los besos de vuestra pareja de toda la vida, los abrazos de vuestros padres, la sonrisa de la abuela, el vestido de la boda a la que ibais a ir, el billete del viaje de semana santa que pasa de ser un email a una devolución. O peor, el recuerdo de cosas que ya no están, que ya no son, que ya no. Como monedas de dos caras, pueden ser los mejores aliados o los enemigos más rastreros. Y ahí está el símbolo. 
Si te alejas, descubres que el recuerdo es una armadura. Hay que colocarla firme y decidida frente a ti. Y dejar que haga su función. Pero también es la espada. Una espada de tu propio ejército. Usada en un momento de debilidad, destruye la defensa y te deja desnudo. Y el peligro, la dérrota, es la asimilación de la pérdida, del qué pasará, del no sé cómo voy a seguir, del todas las cosas que ya no podré hacer, del todas las personas de las que me estoy olvidando. Game over. Pero me dejo de metáforas.

Se están diciendo muchas cosas estos días. Están los predicadores de la verdad, los sumisos estrategas, los medallistas del pasado, los que sí, los que no.
La verdad, no me atrevo a criticar ni a ensalzar a nadie. Es difícil en las guerras distinguir bandos y la visión maniqueísta de la vida nunca ha ido conmigo. Lo que sé, es que si estás vivo, estoy de tu lado. 
Mi recuerdo, que es banal, deja de serlo si os sorprendo con la noticia de que unos días después alguien de nuestro entorno falleció. Crash. El recuerdo deja ahora de ser arma para ser una esquela solemne. Sinceramente, no lo quiero. Prefiero el arma banal. El recuerdo de un momento corriente, que el paso de los meses y las situaciones límite han convertido en un reducto de felicidad rodeado de tristeza.

Se han dicho muchas cosas estos días.
Desde luego, no puedo negarme a defender alguna. Hay una que me gustó: dice algo así como que el arte nos permite sobrellevar estas situaciones y por eso es fundamental. No sé si tiene mucho sentido encajarlo en este punto del discurso. Pero lo leo y pienso. El arte como el recuerdo-armadura, como la evasión de una realidad gris, pero que no nos deja olvidarnos de la vida real (del recuerdo-espada). El arte como salvación momentánea de la realidad que se ha propuesto ahogarnos y jodernos las vacaciones. O algo más. Y el recuerdo como el "salvavidas de hielo" (si me permite Drexler) que nos sujeta a la vida lo suficiente como para coger fuerzas de cara a la siguiente embestida. 
No creo mucho en intangibles. Pero creo en las personas. Y en el arte. Que quizás, poniéndonos metafísicos, sean la misma cosa. Por eso me amarro a ambas cuando veo que la vida se escapa a mi control. Y el recuerdo en su lado menos hijo de puta me dibuja un escenario más amable, más humano, menos raro.

El arte y el recuerdo me resultan una representación más realista de la vida de lo que creemos, porque nosotros los creamos y nosotros sacamos todas nuestras ideas del vivir. Juraría que nunca he escrito algo que no haya sentido antes. Puede que por eso, las representaciones y los titiriteros nos ayuden a sobrellevar estos momentos; porque todo lo que sentimos al entrar en contacto con el arte, está intrínsecamente en contacto con la vida. Permitidme que no me fíe mucho de aquellos que hoy basan su vida en el lamento y la ira, y tachan los necesarios momentos de evasión humano de escandalosa superficialidad. ¿Acaso ellos no sueñan? Me niego a pensar que no tengan ni siquiera el recuerdo-armadura en su mente, aquel que les evoca tiempos mejores sin olvidar los peores.

En fin. El desayuno me encantó. Aunque acabé un poco empachada, todo hay que decirlo. Mañana parece que vuelve a llover. Quizás me dé igual porque no piso la calle, pero es triste recordar el verano sin sentirlo. Hoy, apoyada en la barandilla del balcón, se me confundió en la cara una lágrima con una gota de lluvia (no es que quiera hacer poesía cursi, es que es la verdad); y decidí que tenía que ver otra vez "Cuatro bodas y un funeral". Al acabar, me puse a Aute, porque el reír y el llorar me gusta combinarlos a partes iguales. 
Y pensé que en estos días es "terriblemente absurdo estar vivos". Sobre todo sin algunos latidos. Pero que resistiremos porque el ser humano es jodidamente cabezota cuando se trata de seguir viviendo. 

Solo espero que me vuelvan a dejar re-desayunar en casa de mi amiga este verano, la verdad.


P.D.: me adelanto a las posibles críticas y recuerdo: sigo creyendo en el poder de la medicina. Pero si solo confiara en la ciencia, y en nada más, no podría seguir viviendo.