Ayer vi una película. En el final
de ella, sonaba la canción ‘Just in time’ de Nina Simone. Mientras, una chica bailaba
imitando a Simone en un concierto que había visto años atrás, y un chico la
observaba y reía sentado en un sofá. La canción acompañaba al momento
perfectamente. Y en ese instante no sabía si era la canción la que formaba
parte del momento, o el momento el que formaba parte de la canción.
Y entonces empecé a pensar en las
canciones que me gustan, las que de verdad me gustan, esas que como a alguien a
quien te importa no le gusten, se te revuelve el estómago. Y me di cuenta de
que la mayoría tenían su momento. El momento en el que estabas estudiando un
domingo para el examen del lunes y te estabas desesperando, sudando, y al borde
de un ataque de nervios delante de los jodidos apuntes, y llegaba tu padre con
la guitarra y cantaba a Chavela Vargas. Y tú que no sabías qué narices era eso
de la Llorona, irremediablemente tenías que agradecerle que te hiciera olvidar
las putas integrales. Y ya está, a partir de entonces esa era una
canción-momento. Una más de esas que vas a amar toda la vida y no solo por una
voz rasgada, o una letra profunda.
Y ese otro día, en el que estás
viendo una película con tus amigos, esos de cuando eres tan joven que de verdad
piensas que son únicos y perfectos, y la película también va de eso, de amigos
y gilipolleces, y suena una canción de David Bowie, y entonces la canción
recorre tus pensamientos, y capta el momento como una polaroid. Otra canción-momento
para el recuerdo.
O ese otro momento, en el que
tienes seis años y suena La oreja de Van Gogh en el coche de camino al colegio,
y cantas al ritmillo junto a tus padres porque, joder, ese año es un puto éxito
y está en todos los lados la cancioncita. Pero bueno, puede que hasta los doce
seas la mayor fan y todos tus momentos se reduzcan a eso, a momentos-canciones
o viceversa.
Y ese bar ochentero en el que al
principio te sientes como un intruso modernillo, pero al que vas porque tampoco
hay tanto para elegir. Y entonces escuchas lo de “Dame una sonrisa de complicidad”
o lo de “A quién le importa lo que yo haga”, y empiezas a saltar como un loco
con tus amigos, y las cervezas se van amontonando, y ya no quieres salir del
maldito bar porque los momentos son demasiado guays como para bailar reggaeton.
Y esa tarde oscura en la que no
tienes ganas de hacer nada, y te pones a buscar canciones en spotify porque
para qué vas a hacer cosas productivas. Y descubres LA canción perfecta para esa
tarde. Y ya no es una tarde cualquiera.
O esos amigos artistas que tocan
y cantan de una manera que te hace creer en que la música es la mejor y más
eficaz arma, y entonces empiezan a cantar sobre dejarse llevar y aeropuertos y
jugar al azar. Y ya sabes que ese momento estará para siempre en esa canción.
Podrás escucharla cien veces en todos los lugares y situaciones posibles, y
siempre te recordará a un verano granadino.
Y así, con cada una de las
canciones que no puedes parar de escuchar sin recordar una cara, una puesta de
sol, una farola, un color, una sonrisa, una voz, una habitación, una carcajada,
un bar, un gesto. Una canción que no puedes olvidar, porque si te la roban, te
quitan el momento, el recuerdo de tu vida, tu propia biografía.
vuelvo. Solo sé que ahora amo a Nina Simone, y es por algo.