19 de abril de 2016

Que se mueran los feos

Últimamente me asusto mucho con la gente. No es que sea nada nuevo, creo que tengo alergia al mundo desde que nací; pero lo cierto es que a veces me cuesta reconocer que podamos actuar como idiotas en situaciones la mar de sencillas.

Bueno, os acorto los preliminares, no sea que os vayáis a pensar que esto es un texto de calidad. El caso es que en una de mis incursiones por la noche universitaria acabé en uno de estos bares en los que ponen ruido y dan de beber cerveza aguada y fanta de limón por ginebra. Estaba parada moviendo la cabeza al ritmo de los bamboleos del suelo, y como siempre, observaba a la multitud con cara de falsa superioridad. Mientras miraba, empecé a asustarme. No es que hubiera descubierto nada nuevo en ese momento, pero una reflexión de madrugada, y bebida, siempre es más profunda y reveladora que en cualquier otro momento. Total, que allí estaba yo, parada como en una escena de esas en las que aparece una borracha en una discoteca rodeada de gente que baila a cámara lenta, y que parece que va a potar de un momento a otro. Allí estaba, clavada, y anonadada con los rituales de ligoteo que se reproducían en cada puta esquina. Y algo que así dicho debería de ser bonito, o al menos divertido, era una auténtica pena. Una pena deforme a la vista, con toda la gama de adjetivos que van desde la grima al horror.  A ver, no os confundáis. No voy por ahí mirando a la gente en plan morboso. Pero cuando te tiran dos copas por la espalda porque dos criaturas se están morreando detrás de ti como si no hubiera un mañana, entonces no te queda más remedio que girarte a mirar y llamarles de todo, aunque no quieras. Y si por otro lado, se te cruza tu amiga que va a hombros de un chaval que necesitaría que le llevaran a hombros a él, y, aparte, parece que otro paisano se te acerca por un lateral e intenta camelarte arrimando la entrepierna, entonces, entonces no te queda otro remedio que mirar. En este momento sí que me asusté. No sé por qué estaban así las cosas, ni cómo habíamos llegado hasta esa escena entre grotesca y lamentable, pero solo quería encerrarme en mi habitación y ver películas de Hugh Grant hasta que no recordara nada de aquello.

Me niego a creer que a alguien le pueda gustar estar en un bar así. Si sois de estas personas, ya podéis dejar de leer. O no. Como veáis.

Vamos a ver ¿en qué momento hemos pasado a ser unos imbéciles? Y ahora os explico. No me da pena que dos personas se enrollen y vayan a caballito o lo que cojones les apetezca hacer. Lo que me deja un poco desconcertada es que el concepto de ligar hoy en día se reduzca al estereotipo de estar en un bar, ser guapo y dejarse hacer. No es que sea una romántica, que lo podría ser, pero no me va; es que me parece terrible el que haya que ajustarse a unas reglas prefijadas para establecer contacto. Está comprobado que cuanto más guapo se es, más bueno se está, y más se sale, más se te acerca la gente. Me parecía que los roles y estereotipos que se sucedían en el instituto: el cachas, el friki, la guapa, la empollona… no los volvería a ver jamás, y sin embargo, se siguen reproduciendo por todos lados. Y este sentimiento entre de miedo e ira, al que muy probablemente contribuyó el alcohol, me dejó ver que a cada bar que iba, la gente solo se dedicaba a mirar al horizonte en busca de algún buen partido: guapo/a, alto/a y soltero/a. Y lo reconozco, yo también lo he hecho. Y mil veces me he arrepentido.

Quiero pensar que en otro mundo, la gente habla, se conoce, y es libre de decidir de qué rol quiere formar parte en la vida. Quiero pensar que el tener una belleza desproporcionada y una inteligencia dividida por cero, te lleva o a tener que esforzarte para enamorar a alguien, o a asumir que no lo tienes todo hecho. En un mundo justo, ideal y sin prejuicios, la mayoría de las parejas, o líos de una noche, estarían unidos por algo más que un vistazo en un bar y una disponibilidad de agendas. Y que quede claro, me refiero solo al terreno sentimental, porque parece que cada vez estamos avanzando más en todo lo demás. Que cada vez a los amigos los une una verdadera relación de amistad y no un estatus social, y que cada vez el conseguir trabajo depende más de tu esfuerzo que de tu aspecto. Y menos mal.

Y eso, yo solo lo comentaba para que no salgáis esta noche y os enrolléis con un partidazo que no sabe dónde está Toledo. O que, y puede que sea lo más probable, haya visto demasiadas películas de Hugh Grant últimamente y me haya quedado tonta.