5 de noviembre de 2018

Aquí

Rara. Una sensación que jamás has experimentado te embriaga 24/7, como dicen los modernos. Es algo indescriptible, pues nunca antes lo has sentido, y no sabes si lo volverás a sentir. Al principio, parece que solo está siendo una experiencia más. Que comes, duermes y hablas igual. Luego, según van pasando los meses, te das cuenta de que lo excepcional es lo normal, de que sentir raro es de ahora en adelante la forma en la que vas a sentir mientras estés fuera. Ni recuerdas cómo sentías antes de llegar. Hablas con gente de antes, y echas de menos, pero tampoco te importa tanto. Estás en un tiempo y en un espacio distintos, y cuando vuelvas, todo va a seguir igual. Las personas seguirán siendo las mismas, los lugares seguirán estando ahí, los bares seguirán poniendo los éxitos indie/reggaetón de la temporada, y los exámenes seguirán siendo de tipo test y a desarrollo. Todo volverá a estar ahí, como si el tiempo que has estado fuera ni hubiera existido. Sin embargo, tú, ¿serás la misma persona?

Esto es lo que te preguntas cuando en la mitad de tu estancia fuera, sientes como si acabaras de llegar. Sientes que no quieres regresar aún, aunque queden varios meses para volver. Tu forma de pensar se ha remodelado de tal manera que intentas pensar como pensaría tu yo de antes de llegar. ¿De verdad soy la misma persona? Es difícil de saber. Hablas igual y caminas de la misma manera, pero hay algo que no te encaja. De vez en cuando, te sientes sola. De vez en cuando, no sabes qué estás haciendo allí, y lloras, y te sientes muy perdida. Y otras veces, la mayoría, te sientes muy bien, con muchas ganas de conocer gente, lugares y comidas. Ni te imaginabas que tuvieras tanta capacidad de entusiasmo. Tu vida es una montaña rusa, y tus sentimientos se te desbordan, y ni siquiera entiendes por qué si sigues estando en el mismo planeta, y en la misma época, y las noticias se siguen sucediendo, y los niños siguen naciendo, y la gente sigue muriendo. Pero para ti, el mundo ha hecho un gran stop, y estás en un súper tiempo muerto en el que todo cabe y del que nadie te avisó.

Pareciera que fuera ayer cuando un atardecer de principios de agosto me sentaba en la terraza de mi casa mirando la puesta de sol y diciendo a mi madre que ahora sí que sí tenía mucho miedo. Era el día anterior a irme a un lugar a miles de kilómetros de distancia en el que no conocía a nadie. Me dieron náuseas, y mi madre me dijo que me iba a preparar una manzanilla. Todo el verano había estado feliz y en ese puto momento me tenía que poner así. Sofía, no jodas. Me empezaron a temblar los brazos y me sobrevino un dolor punzante en el estómago. Esa noche no dormí nada, y madrugué para ir a Madrid a recoger mi visado. Veía a la gente muy tranquila por las calles madrileñas a 40 grados de temperatura, y solo pensaba en que ojalá yo pudiera quedarme en Madrid y no tuviera que viajar a un invierno tan lejano e incierto. Pero llevaba un año preparando algo que solo a mí se me había ocurrido, que nadie me había obligado a hacer, y que, de hecho, se me había cuestionado día sí día también. Ahora era el momento de ser consecuente con mis decisiones y subirme a ese puto avión con dos jerséis encima, aunque en Madrid se pudiera freír un huevo frito en la calle.

Mi absurdo miedo a volar fue bien, hasta que algo relacionado con las putas presiones Andinas, hizo que hubiera más turbulencias que las que podía soportar, y a solo una hora de aterrizar, me imaginé a mis padres viendo en los titulares del telediario del día siguiente la caída de un avión español en los Andes. Al aterrizar, pensé que, si había podido superar eso, los restantes cinco meses iban a ser un paseo. Y yo, ahora sí, feliz, tomé mis maletas de 23 y 15 kg respectivamente, y me aventuré a pisar las frías tierras chilenas por primera vez. Hacía más frío que la mierda, y solo pensaba en llegar a la habitación del hostal y prender la calefacción (ah, ingenua europea).

Mi primer contacto con una chilena hizo que me aumentaran las ganas de descubrir ese extraño país. En mi transfer de camino al hostal, una psicóloga chilena de mediana edad se dio cuenta de que no pillaba/cachaba ni una palabra de lo que decía y me dijo algo que me han repetido cada uno de los chilenos a los que he conocido: “ah, es que los chilenos hablamos muy mal y muy rápido, disculpa”. Ah, yo os disculpo todo. El caso es que empezó a hablarme de su viaje reciente a España y que si tenía algún problema que la llamara, y que si el hijo de una amiga estudiaba medicina, y que si necesitaba wifi para hablar con mis padres. Amigos chilenos, no dudéis de que esta chica fue vuestra mejor embajadora. Llegué al hostal, y por supuesto, ahí me di cuenta de que la calefacción no se estilaba en el país; aunque fuera invierno y realmente hiciera puto frío, y estuvieran rodeados de putas montañas gigantes nevadas, y las paredes fueran de cartón. Cosas prescindibles, su puta madre. El calefactor sería mi amigo de ahora en adelante.

Ahora sí. Estaba sola en un lugar del que no tenía ni idea. Salí a la calle, y lo que cuando vuelva va a ser algo que eche de menos cada día, en ese momento me pareció inverosímil. Rodeando la ciudad, montañas. O sea, los Andes. Una sensación extraña. Me sentía ahogada, como si aquellas montañas me fueran a impedir salir de allí, pero a la vez, me inundó una sensación de asombro. Creo que hice cincuenta fotos, y se las envié a todos mis contactos: “Ya por aquí. Mirad las vistas por la calle. Flipo.” Y a veces, sigo flipando.

Las aventuras con la tarjeta de móvil, transporte, uber, pesos, supermercados, etc. las dejo para otra ocasión. Baste decir que en un mes superé más o menos el choque cultural, y descubrí que mi mejor amigo era Google maps. Él siempre estaba cuando lo necesitaba, me daba los mejores consejos, y nunca nunca se equivocaba. Ojalá hacer una película como Her para poder alabar sus cualidades.

Y así, una persona con mínimas aptitudes sociales, con nula orientación, con un miedo intrínseco a probar cosas nuevas, y con una alergia a levantarse antes de las doce de la mañana, se vio en la situación de tener que empezar prácticas en un hospital al que no sabía cómo llegaría, trabajando con gente desconocida, y levantándose antes de que las calles estuvieran puestas. Y lo que el primer mes fue descubrimiento y miedos, se convirtió en adaptación, y evolucionó a rutina y gusto.

Empecé a sonreír mucho, a decir “al tiro” a los pacientes, a ser proactiva, a caminar mucho muchísimo, a superar mi miedo al metro a base de puñetazos en las horas punta, a echar de menos la lluvia que tanto odiaba, a montarme en el metro y aparecer en un barrio que debido a la diferencia de poder adquisitivo pareciera de otro país, a calcular los precios en una moneda que en vez de uno decía 780, a hablar con la gente de España como si estuviesen en otro planeta y no me importase tanto que no estuvieran en el mío, a sentir de otras maneras, a aprender a estar sola y a estar con gente… y al mismo tiempo, a dejar de echar de menos. Me volví rara, o distinta, o algo entre nuevo y escondido.

Yo, que sabía que todo esto tenía un fecha de caducidad, que era consciente de que unos meses era lo que decía mi seguro médico, que respiraba el invierno en verano y solo estaba esperando a sentir el verano en invierno, yo, que tuve náuseas el día anterior a partir, que temblé en el avión y me puse blanca al cruzar los Andes, que no entendía ningún modismo ni aunque me lo pronunciaran bien; ese mismo yo, ahora, no quiere ni pensar en volver otra vez. Será porque sé que vuelvo a la rutina, a los libros, a las mismas calles y a las mismas personas (sin desmerecer a nadie), será porque sé que debo continuar lo que dejé a medias, que esto es solo un inciso en mi vida, y será porque sé que los kilómetros hacen lo difícil imposible. 

El 23 de junio escribía que me había despedido de demasiadas personas, que este año iba a ser difícil, diferente, y que nadie sabía qué iba a pasar. Ese 23 de junio volvía a mi casa después de acabar mis últimos exámenes, y ya sabía que no iba a volver a ver a muchas personas hasta cierto tiempo. Ese día fui tan consciente de mi partida, que lloré cuando sonó "23 de junio" en mi spotify mientras decía hasta luego (hasta muy pronto, en realidad) a las cúpulas de la Catedral. En una libreta que ahora tengo a mi lado al otro lado del Océano, escribí que el destino o la casualidad habían hecho que yo quisiera irme, que me fuera, que de hecho me haya ido.

Ahora, estoy igual, pero no. Intento pensar en cómo sentía las semanas antes de venir, y soy incapaz de recordar. Solo sé que lo que siento es algo completamente nuevo. Ni bueno ni malo, distinto. Rara. No sé. Quizá haya descubierto que hay cosas más allá. Quizá esto le ocurra a cada persona que decide salir de su zona de confort. Quizá solo sea yo la que cree que está en Marte, la que piensa que no sabe muy bien qué está haciendo, la que crea que debe estar aquí, pero que no sabe por qué, la que no quiera volver porque tiene curiosidad por ver el desarrollo de los acontecimientos, la que sabe que cuando hay una fecha de término debe ser consecuente con sus actos.

Ahora pienso en esas personas que me dijeron que por favor aprovechara lo máximo, que me comentaban que cuando volviera no iba a ser la misma persona, que iba a ser una de las mejores experiencias de mi vida. Yo, que siempre soy reticente ante las cosas que no experimento por mí misma, decía que sí con la cabeza, pero negaba incrédulamente con la mente. ¿Cómo voy a echar de menos un lugar en el que solo estoy de paso? ¿Cómo es posible que me cambie? ¿Cómo sé que no voy a querer volver en ningún momento? ¿Quién me asegura que lo voy a pasar bien?

En verdad, esas preguntas no se podían contestar en aquel momento. No tengo problemas en afirmar que todo el mundo tenía razón. Mi madre respira feliz de que esté contenta, aunque me sugiere que: “hija, sabes que tienes que volver, no te encariñes y no hagas ninguna tontería”. Mis amigos respiran felices pues “menos mal que estás bien, teníamos dudas de que hicieras amigos”. Otros me comentan: “pásalo bien, pero recuerda que te echamos de menos”.  Yo también os echo de menos. Pero nos vemos en tan poco tiempo que no hace falta ni que os lo diga.

Como alguien que escribe como terapia, tengo que decir que tras la adaptación y la estabilidad, solo puede llegar el carpe diem. Pensar que lo único certero es dónde estoy y con quién, y aplazar (no evitar) el futuro hasta que lo tenga delante de mí. Ahora mismo, lo único que quiero ver son unas aceras por las que tengo que caminar para ir a mis prácticas, unas montañas que aparecen cada vez que levanto la vista, unas personas que me dicen que si cacho esto o lo otro, y unos sabores que me dicen que hay palta para comer otra vez.  El futuro se desvanece, dejo atrás las indecisiones, las frustraciones y las aparentes necesidades, y solo puedo pensar en lo que está pasando aquí y ahora.

Por otro lado, no sé cuándo regresaré aquí. Así que a mi yo del pasado, la de las náuseas y la manzanilla, le digo: “deja de ser una ahuevonada, que todo va a salir bien”, y a mi yo del futuro le digo “deja de pensar en el futuro y céntrate en el momento que estás viviendo”.
No me quiero ir, y puede ser que sea porque sé que hay fecha de vencimiento. Puede ser.
Rara. Y feliz.




19 de septiembre de 2018

Patria

¿Soy o no soy patriota? ¿Quiero creer que soy ciudadana del mundo, hippy, apátrida gilipollas; o en realidad soy más española que una tortilla de patatas?  ¿Acaso nos volvemos patriotas cuando nos alejamos de nuestro país? ¿Acaso me he convertido en una de esas personas que van promocionando la Marca España y te venden la morcilla de Burgos como un tesoro gastronómico y cultural incomparable? ¿Acaso cuando vuelva a España me voy a dedicar a quitar lazos amarillos y a decir "viva el rey"? Aunque ¿acaso es malo ser patriota? ¿Qué pasa en España para que nos dé vergüenza proclamar sus pequeñas virtudes? ¿Por qué en otras partes del mundo mola tener una identidad? Pero, espera, ¿soy yo o son los españoles en general? ¿Acaso no es reduccionista hablar de mí como ejemplo de toda una nación? Quizá sea yo y solo yo la aparente apátrida gilipollas y los demás sepan muy bien de dónde vienen y a dónde van. Quizás no me sienta ciudadana de un país concreto porque el país no me parece como para tirar cohetes. O quizá he estado intentando hacerme la diferente dentro de la masa informe de españolitos ilustres mientras estaba en tierra patria y ahora estoy aprovechando mi destierro para jactarme de que soy española y mucho española y que viva España y olé. 


Todo esto pasaba por mi cabeza mientras a día 18 de septiembre, en plena celebración de las fiestas patrias de un país que no es el mío; veía taxis, calles, personas, semáforos, malls (supermercados), fondas (ferias), caballos, suelos, carreteras, escenarios, mofletes, ojos, torsos, televisiones, hospitales, cárceles, restaurantes, pubs, ventanas, balcones, gatos, perros, abuelas,... decorados con la bandera chilena. Una bien grande y colorida para que se viera bien que estaba en Chile. En Chile. Y que no haya equivocación. En Chile. Y yo, una persona apátrida, triste insensata ciudadana del mundo, hippy perroflauta flaite; estaba feliz. Muy feliz. Enamorada de la gente riendo con sus banderas, bailando cuecas (baile tradicional chileno), bebiendo terremotos (bebida típica) y gritando "viva Chile" bien alto, sin vergüenza. Era feliz. Y nada me chirriaba. Es el 18. Están orgullosos de su patria. Viva Chile.

Sin embargo, empecé a pensar. Yo, que rechazo cualquiera atisbo de orgullo español salvo cuando es justificable, ¿qué mierdas hacía riendo y bailando y diciendo "viva Chile"? En serio, ¿qué mierdas?
¿Por qué no esperaba una justificación razonable de aquellas gentes que gritaban "viva Chile"? En serio, ¿por qué me estaba ablandando con aquellos chilenos arrogantes de patria? ¿Qué me estaba pasando? Y peor aún, ¿por qué de vez en cuando decía "pues en España hacemos esto así, pues hay bailes típicos también allí, pues la sangría nos sale mejor, pues eso no son patatas bravas de verdad, pues mi ciudad es preciosa, pues espera a ver las playas españolas"? En serio, ¿qué tipo de señora bien se había apoderado de mí? Parecía Albert Rivera en su versión más sensacionalista. Mucho española. Por favor...

Después de la sobredosis de chilenidad y el contrapunto español, empecé a razonar. Pensando de todo un poco, realmente, ¿qué es ser patriota? Me gustaría decir que ser patriota es ser de tu familia, de tus amigos, de tu hogar, de tu niñez y de tus aficiones. Me gustaría ponerme a hablar como Federico Luppi en "Martín (Hache)" y decir aquello de que "la patria es un invento". Y claro, pronunciar aquel discurso de: "Eso de extrañar… la nostalgia y todo eso es un verso. No se extraña un país, se extraña el barrio en todo caso, pero también lo extrañás si te mudás a diez cuadras. El que se siente patriota, el que cree que pertenece a un país es un tarado mental; la patria es un invento. ¿Qué tengo que ver yo con un tucumano o con un salteño? Son tan ajenos a mí como un catalán o un portugués. Son estadísticas, números sin cara. Uno se siente parte de muy poca gente, tu país son tus amigos, y eso sí se extraña." 


Pero ni pienso ni escribo tan bien. 

Según la RAE, patriota es: "persona que tiene amor a su patria y procura todo su bien.", y patria: "tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos."
Vínculos jurídicos, históricos y afectivos. Eso debe de ser. Pero también todo eso que decía Luppi. También son tus amigos, tu familia, la calle de enfrente de la casa en que naciste, el primer colegio, tu primer piso de estudiantes, tus borracheras, los cromos que cambiabas los domingos, tu cama, el color de la pared de tu cuarto. Patria, geográficamente localizada en cualquier punto del planeta. O en varios. Como se guste. 
Pero esa es la patria poética, la ideal, la inimaginable en un ámbito legal. Poniendo los pies en la tierra, la verdad, es que mi patria es España, de momento. Ah, lo que ha dicho. Sí. Eso. Bueno. 

¿Pero es malo ser patriota? Se da la curiosa y fatal casualidad, de que en España se mezclan en un continuo catastrófico, los restos del fascismo, el hambre y las guerras, con la bandera, el himno y el patriotismo. Una pena a la que se une el hecho de la crítica situación de precariedad laboral, corrupción e inestabilidad política. Y es una pena. Porque tenemos una Alhambra, una Catedral de Santiago, torrijas, tortilla, paella, Mediterráneo, Almodóvar, Barcelona, Cervantes. Y un etc. demasiado extenso. 

Realmente, ser patriota, siendo justos, no es malo. Já. Yo, la repudiadora de españolitos con la bandera en la muñeca y el toro en el pecho, proclamo que no es malo ser patriota. De hecho, me parece necesario serlo, para reconocer que no es necesario aferrarse a la idea de un país ideal. Y de esta manera, como yo soy española a partir de ya, puedo decir "España de mierda" y que no me tiemble mi españolidad en ningún momento. España de mierda cuando no se puede decir "me cago en D...", cuando las banderas valen más que las vidas, cuando los contratos son tan temporales como mi paciencia. Y qué bien poder reconocer que no somos los mejores, que hay que progresar en mil quinientas cosas. Porque si yo dijera que me enorgullece ser española pero no reconociera todo esto, sería una mala patriota. Amo mi país, y "yo soy español integral, y me sería imposible vivir fuera de mis límites geográficos; odio al que es español por ser español nada más. Yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista abstracta por el solo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos. El chino bueno está más cerca de mí que el español malo. Canto a España y la siento hasta la médula; pero antes que esto soy hombre de mundo y hermano de todos. Desde luego, no creo en la frontera política." Esta frase de Federico García Lorca, una de las razones por las que me enorgullezco de mi país, resume todo lo que he dicho hasta ahora, y lo que pudiera decir más adelante. No tengo nada más que aportar.

Por ello, cosas que he aprendido como una extranjera fuera de mi país: que los humanos somos más parecidos de lo que creemos, que yo no voy a cobijarme debajo de una bandera jamás pero que no está mal lucirla si se tienen los pies en la tierra, que me gusta ser española para criticar y alabar a mi país a partes iguales, que fuera de España todos somos mucho y muy españoles aunque queramos que no, que la tortilla de patatas no sale tan bien si no te la hacen tus padres, que la sanidad y educación públicas son dos de los tesoros más incalculables que tenemos y que bajo ningún concepto podemos perderlos, que no echo de menos una línea imaginaria pero sí una sonrisa, un salón y un ukelele, que hay que respetar al que dice "viva España" si respetas al que dice "viva Chile", y que yo soy patriota de poca gente, de ciertos lugares, y de muchos recuerdos.


Viva.


Resultado de imagen para bandera blanca

24 de junio de 2018

Destino o casualidad

Me gusta el drama, y al mismo tiempo, me la suda todo.
Siempre intento ser de mente abierta, moderna, guay, tolerante, diversa, y eso. Pienso que tener sentimientos, querer, echar de menos, y melancolizar todas las situaciones posibles, es algo que no sé hacer; y sin embargo, hago a todas horas. Pero si hay algo que he aprendido estos días, es que, justamente, pretender etiquetar a todo y a todos es el principio del fin de toda definición. Somos contradicción, líos, idas de olla, imperfecciones. Y eso mola. 

Así que sí, cada vez lloro más con las películas tristes, me encanta ponerme a dar saltitos cuando suena "Emborracharme" mientras me tomo un thriller, y he empezado a decir te quieros sin que me tiemble la voz. Puede ser por eso por lo que, a día de hoy, cerrar etapas, decir adiós, hasta luego, hasta que quieras, hasta que no quieras, me voy, me quedo, nos vemos, nos veremos, no nos veremos; me resulta más difícil que nunca.

Ahora siempre me voy, no con lágrimas, pero sí con una pequeña congoja en el corazón que despierta mi inclinación por escribir estas mierdas. Y este año, más que nunca, siendo el año de los cuartos, de las bandas, de los TFGs, los masters, las oposiciones, los ni puta idea, los me han cogido, los me voy a la otra parte del mundo, los me vuelvo a casa, los ya veremos, los qué pasará, los últimos conciertos, los últimos paseos, los últimos besos, los últimos exámenes, las últimas cervezas, los últimos bailes, los últimos suspensos, las últimas resacas, los últimos días, ¿los últimos? No way.

Estas semanas han sido las primeras en cuatro años en las que me he despedido de más gente que la que he conocido. Pero también han sido las semanas de las primeras veces. 
La primera vez que como yuca, la primera vez que tomo churros con chocolate antes de volver a casa de fiesta, la primera vez que voy a la piscina con gente que, paradójicamente, conozco de hace años, la primera vez que utilizo la palabra "idiosincrásica" en una frase sabiendo lo que significa, la primera vez que tengo que recuperar mi asignatura favorita de la carrera, la primera vez que recito en público, la primera vez que tomo una mahou sin alcohol, la primera vez que me hablan abiertamente sobre poliamor, la primera vez que no me piden el carnet para comprar alcohol, la primera vez que veo una serie en catalán, la primera vez que recorro tres ciudades en 24 horas, la primera vez que bebo todos los días de la semana, la primera vez que escucho trap por gusto, la primera vez que me doy cuenta de todas las primeras veces que obvio pensando en las últimas.


Después de una ardua discusión de sobremesa sobre el destino y la casualidad, he llegado a la conclusión de que las contradicciones no solo forman parte de nuestra vida, sino que nos ayudan a vivirla. Que lo que para unos es el destino, y para otros la casualidad poética, o Dios, o el Universo, o su puta madre, nos ha colocado aquí, en una posición difícil de adioses y últimas veces; pero que también nos hace encontrar otras tantas razones para poder sentirnos un poco mejor o un poco menos como una puta mierda con la vida.

Las personas, al contrario que las cosas, no pueden mantenerse estáticas en una misma definición durante mucho tiempo, ni en un mismo lugar. Hay que volar, descubrir, deconstruirse, cambiar de opinión una y mil veces, y luego, el destino o la casualidad volverán a colocarte en el punto de partida. O no.
Y es que, mis semanas de las primeras veces han sido bonitas y tristes a partes iguales. Y puede que haya escuchado demasiadas canciones de bajona, o que el alcohol aún no se haya disuelto de mi organismo. Pero creo que la melancolía de hoy no durará mucho, porque seguramente mañana volveremos a bailar a cualquier otra parte, y a jugar al futbolín borrachos.