26 de octubre de 2017

Salud

La OMS define salud como “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. La salud mental se define así, como “un estado de bienestar en el cual el individuo es consciente de sus propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de forma productiva y fructífera y es capaz de hacer una contribución a su comunidad.”


Mientras googleaba y leía esto, me sorprendía al darme cuenta de que rara vez estoy sana, física, mental, y socialmente. Quizá lo más subjetivo, y por eso, variable, sea el concepto de salud mental. ¿Qué entiende cualquier persona de la calle por eso? Pues claramente, “que yo no estoy loco, tío.” Best definition ever.


Y básicamente si optamos por el reduccionismo, es eso. Qué maravilla la gente que goza de un estado de bienestar tan pleno que es capaz de afrontar las tensiones normales de la vida, trabajar de forma productiva y fructífera, y es capaz de contribuir a su comunidad. Enhorabuena, de verdad. Yo gozo de ese estado, más o menos, casi nunca. Ahora, llevar la definición a rajatabla es ponerse quisquilloso, es cierto. Pero ahí está, lo dice la OMS. Por favor, que levante la mano quien se encuentre sano siempre. Y luego que levante la mano quien diga “que yo no estoy loco, tío”. Gracias.

Todo esto venía a cuento por un tema que me viene rondando en la cabeza desde hace varias semanas. Se ha dado la casualidad de que tengo varios amigos que están estudiando psicología, y otros que, simplemente, se interesan por el tema de la salud mental, ya sea porque les toca de cerca, o porque poseen ese don tan escaso en la actualidad al que llamamos empatía. Es algo tan complejo de tratar que hasta me da cierta vergüenza hablar sin saber a ciencia cierta de lo que hablo. Sin embargo, me veo casi en la necesidad de aclarar ciertos aspectos que claramente necesitan ser aclarados. Claro. 

En fin. Se podría decir que en la actualidad, cada vez es más frecuente los trastornos de ansiedad, depresión, etc. Algo tan común y tan ocultado al mismo tiempo, que me hace dudar de nuestros avances como especie. No es raro oír que un amigo ha sufrido ansiedad porque no puede más con la carrera, o que otro ha tenido una depresión, o que le dio un brote psicótico, o que empezó a consumir y no podía parar… Nadie puede decir que no haya oído hablar de ello. Otra cosa es que lo haya querido oír. 

En la carrera de medicina, por ejemplo, es ya reconocido en numerosos estudios la cantidad de trastornos de estrés, ansiedad, depresión, y hasta suicidios. ¿Estamos haciendo algo mal? Sí. Y doblemente mal. Primero, es urgente que se tomen medidas para evitar que los estudiantes estén sometidos a este tipo de situaciones límite, estudiando una carrera, que, en potencia, debería de fomentar todo lo contrario. Pero sobre todo, y es a lo que quiero referirme, debemos dejar de estigmatizar algo que es tan común, como que el 27% de los alumnos de medicina sufran depresión, o que el 11% tengan pensamientos suicidas a lo largo de la carrera. NO debemos de guardar esto debajo de la alfombra y hacer como que aquí no pasa nada. Hay que saber. El conocimiento es la llave para todo en la vida, y, en un sentido, la estigmatización de estas enfermedades es sinónimo de ignorancia. Y todo se convierte en un círculo vicioso. Nadie sabe que tengo un problema, el problema acaba conmigo, nadie sabe que el problema ha acabado conmigo. Al día siguiente otro tiene el mismo problema, no entiende a qué se debe, no sabe cómo tratarlo, así que asume que debe dejarlo pasar, que no es un problema, y el problema acaba con él. Y así.

Esto es solo un ejemplo. Podría enumerar mil. Si se dejara de señalar con el dedo a las enfermedades mentales, quizás estas se reducirían, quizás todos seríamos menos ignorantes, quizás la empatía se convirtiera en el bien común que siempre debió ser. Pero seguimos siendo cabezotas. Admitir que tienes que ir al psicólogo es similar a admitir que el demonio te ha poseído y en cualquier momento vas a empezar a echar sapos por la boca. Admitir que necesitas ayuda es tan vergonzoso que ojalá hubieras pillado la tuberculosis. Admitir que estás tomando pastillas es como decir que se te ha ido la olla por completo. Y claro, claro que estoy siendo exagerada. Pero hemos recibido una educación tan errónea y escasa, que todos en el fondo pensamos eso en el interior de nuestras cabecitas. 

Este verano, un chico que había acabado la carrera de psicología me dijo que todo el mundo debería de ir al psicólogo. Y es cierto. Que levante la mano quien no ha pasado “una mala época”, que es el eufemismo que ponemos cuando no queremos o no sabemos nombrar a algo malo que nos pasa. Ir a ver a un profesional está tan extendido en América del Norte y Sudamérica que casi cada persona tiene uno asignado. Entonces, ¿qué estamos haciendo aquí? Algo está mal. O aquí todos estamos sanísimos y lúcidos siempre, o somos unos ciegos y tozudos.

Una amiga me contaba el año pasado sobre la ansiedad que empezó a tener con los exámenes. Yo entiendo de estrés, pero he de reconocer que nunca he llegado a más. Sin embargo, cuando me contaba sus ataques de ansiedad, sentía una congoja que llegaba a asfixiarme. De verdad lo había pasado mal, de verdad que yo no podía entender, pero de verdad que yo podía respetar y empatizar con ella. Y ahora me vuelve a decir que tratar ese problema le ha ayudado de una manera inimaginable. Y ya no tiene esa agonía en su vida. Y me alegro. Pero mientras tanto, no es raro escuchar: “pues esa ayer fue a ver al loquero”, “pues no entiendo cómo por esa chorrada puede estar así”, “pues no me lo creo”, “pues a ver si deja ya de montar el espectáculo”. Quizá he dramatizado un poco. Pero básicamente es eso, eso es lo que resuena en el interior de nuestras mentes. Y algunos lo dicen, y otros no. 

Andamos faltos de empatía, educación y ganas. Todos somos enfermos. El estado de salud es tan variable que es casi imposible que lo mantengamos toda la vida. Si me duele la garganta, lo digo, y voy al médico de familia. Si me he roto un hueso, lo digo, me quejo, y voy al traumatólogo. Si veo cada vez peor la pizarra de clase, lo digo, le pido los apuntes al compañero, y voy al oftalmólogo. Si me encuentro en una situación límite, incontrolable, de ayuda urgente, de depresión o ansiedad, ¿me callo? ¿Lo oculto? ¿Sonrío y sigo adelante? ¿Me aíslo? ¿Me suicido?

Creo que queda bastante claro. La lógica desaparece. Ayudemos. Queramos. Comprendamos.

Salud, amigos.