12 de marzo de 2015

Pero de verdad te quiero

Si las guerras dependieran de las dos palabras más odiadas de la tierra, seguramente nos hubiéramos extinguido. Cada persona de clase media, estudiante o trabajador, o rico, empresario, médico, cantante, presidente, o ¿sacerdote?, encuentran en estas letras un sin sentido ridículo, ansiado, extraño, incierto, pesado, oscuro, envenenado, animado, absurdo, prometedor, o incluso terrorífico. Por supuesto, hablamos de personas, y no podría ser de otra manera. Si fuera tan fácil ¿qué gracia tendría que en el Olimpo jugaran a los dados? Si los niños juegan creyendo más importante sus risas que un beso en la mejilla, los adolescentes se mofan inconscientemente de un algo absurdo, anticuado y ridículo, y los jóvenes se ciegan y sobrepasan el límite de sus lágrimas y sábanas, y los adultos pelean con la palabra tanto que la estrujan y la convierten en platos rotos y papel, y los ancianos vuelven a jugar creyendo que al fin y al cabo, la risa compensaba. Somos como niños, y jugamos a juegos de mayores, os diréis. Bueno, crecer nunca estuvo de moda. Y en el amor menos. Shakespeare, te quiero. 

Y luego diréis que somos cinco o seis. 

Y el amor juega a la ruleta rusa otra vez ¿Serás tú? Seguro, si todos somos reyes, todos somos esclavos de amar y ser amados.

Y ahora, el amor no existe, son los padres. Quizás, pero sigue pensando en sus ojos, y tú en su sonrisa, y tú ríete de sus chistes sin gracia otra vez, y tú finge una vez más que te encanta esa música horrenda. Hacedlo, de verdad. Me hacéis gracia cuando luego negáis ser presos de un Cupido estúpido y ridículo. 
Y la raza humana llora, de nuevo. Llora y ríe por eso. Qué cosita es. 






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