7 de abril de 2020

Sin tu latido

Hoy me he acordado del desayuno al que me invitaron en casa de mi amiga la mañana antes de irnos de viaje. Tenía de todo: fruta, tostadas con tomate, croissants recién horneados, zumo, café, galletas. ¿No comes más? Es que yo ya había desayunado en mi casa. Venía con el propósito de arrastrar a mi amiga e irnos de festival lo más pronto posible. Pero me senté allí, durante media hora, en su mesa de la cocina y re-desayuné más por gula que por compromiso. Y probé cada cosa que había frente a mí charlando animadamente de las noticias del verano, que, en verdad, no eran noticias, porque todos sabemos que en verano no pasa nada. Al menos para nosotros, para los que no queremos que una mala noticia arruine nuestras vacaciones. Así que comí, otra vez. He de confesar, tengo un estómago muy pequeño, pero me pueden las tostadas con tomate por la mañana. Sus padres, como siempre, fueron amables, dicharacheros y padres. Nos previnieron de los peligros del exterior y reímos porque a nuestra edad ellos ya estaban viviendo por su cuenta. Creo que nunca antes me había parado a pensar en este reducto del verano. No con este detalle, en el que recuerdo el color de las tostadas, el olor de los croissants y la sonrisa de mis anfitriones. El detalle me ha repiqueteado la cabeza mientras veía llover apoyada en el quicio de la puerta del balcón. Me ha sobresaltado y me ha mandado al verano como una cruel máquina temporal. Allí, yo, sentada, comiendo. Mi amiga bebiendo la leche. Su padre leyendo el periódico. Su madre haciendo café. Y luego, aquí, la lluvia cayendo en gotas débiles y embusteras sobre el parque de enfrente de mi casa en un Día de la Marmota más, sin fecha exacta.
Y me sentí tremendamente vacía. Todo un sin sentido, pues el recuerdo se había recreado posiblemente para mi supervivencia y estaba consiguiendo todo lo contrario. Quizá mi cabeza solo quisiera hacerme sentir algo ante la escasez de vivencias reales de estos momentos. A saber. La realidad es que la belleza deja paso a la indiferencia y eso es lo peor que nos puede pasar. 

El otro día, en una de esas llamadas de ahora, sin hora ni tiempo, me dijeron que "mal de muchos, consuelo de tontos". "Somos muy tontos, entonces". "Pues sí". 
Pues sí. Me consuela imaginar que lo jodido de la vida nos ha tocado a todos al mismo tiempo, en una suerte de egoísmo radical. Sin embargo, lo jodido de estar mal es que siempre hay alguien más jodido que tú. La queja se vuelve egoísta y ridícula y nunca es necesaria si puedes evadirla con cortesía. Porque existen muchos más jodidos que tú. Y aún así, el recuerdo de unas tostadas con tomate en un día gris en un balcón me ha hecho pensar que, de alguna manera, todos estamos igual de jodidos. De alguna manera. De alguna manera, a nadie nos gusta que una mala noticia arruine nuestras vacaciones. Soy consciente de la frivolidad de todo esto. Quien espere encontrar en estas líneas una reseña al heroísmo, una oda al caído o un mensaje de aliento fraternal, se ha equivocado de medio. Vengo a hablar de cosas inútiles que no importan más que cualquier otra cosa en estos días.

La tostada como símbolo o el recuerdo como bandera es de lo poco que me ayuda a sobrellevar esta situación caótica de vida. Y aún así, el recuerdo es un arma de doble filo. Tanto te da, como te quita. Por eso, hay que aprender a usarlo bien. El recuerdo del desayuno es mío. Podéis dibujar en vuestra cabeza el vuestro. La cara de ese amante que acababais de conocer en Tinder con el que os faltaba solo una cita más para llegar al final y ver si todo era igual a lo que prometía en su perfil, el sonido de vuestra guitarra que os dejasteis olvidada en otra casa porque aún estabais en ese limbo de amor-odio por la que se pasa siempre al comenzar a aprender un instrumento, o el café que os estabais acostumbrando a tomar a las seis de la tarde para descansar en la biblioteca a la que ahora ibais puntualmente porque habías descubierto sus beneficios. O quizás, los besos de vuestra pareja de toda la vida, los abrazos de vuestros padres, la sonrisa de la abuela, el vestido de la boda a la que ibais a ir, el billete del viaje de semana santa que pasa de ser un email a una devolución. O peor, el recuerdo de cosas que ya no están, que ya no son, que ya no. Como monedas de dos caras, pueden ser los mejores aliados o los enemigos más rastreros. Y ahí está el símbolo. 
Si te alejas, descubres que el recuerdo es una armadura. Hay que colocarla firme y decidida frente a ti. Y dejar que haga su función. Pero también es la espada. Una espada de tu propio ejército. Usada en un momento de debilidad, destruye la defensa y te deja desnudo. Y el peligro, la dérrota, es la asimilación de la pérdida, del qué pasará, del no sé cómo voy a seguir, del todas las cosas que ya no podré hacer, del todas las personas de las que me estoy olvidando. Game over. Pero me dejo de metáforas.

Se están diciendo muchas cosas estos días. Están los predicadores de la verdad, los sumisos estrategas, los medallistas del pasado, los que sí, los que no.
La verdad, no me atrevo a criticar ni a ensalzar a nadie. Es difícil en las guerras distinguir bandos y la visión maniqueísta de la vida nunca ha ido conmigo. Lo que sé, es que si estás vivo, estoy de tu lado. 
Mi recuerdo, que es banal, deja de serlo si os sorprendo con la noticia de que unos días después alguien de nuestro entorno falleció. Crash. El recuerdo deja ahora de ser arma para ser una esquela solemne. Sinceramente, no lo quiero. Prefiero el arma banal. El recuerdo de un momento corriente, que el paso de los meses y las situaciones límite han convertido en un reducto de felicidad rodeado de tristeza.

Se han dicho muchas cosas estos días.
Desde luego, no puedo negarme a defender alguna. Hay una que me gustó: dice algo así como que el arte nos permite sobrellevar estas situaciones y por eso es fundamental. No sé si tiene mucho sentido encajarlo en este punto del discurso. Pero lo leo y pienso. El arte como el recuerdo-armadura, como la evasión de una realidad gris, pero que no nos deja olvidarnos de la vida real (del recuerdo-espada). El arte como salvación momentánea de la realidad que se ha propuesto ahogarnos y jodernos las vacaciones. O algo más. Y el recuerdo como el "salvavidas de hielo" (si me permite Drexler) que nos sujeta a la vida lo suficiente como para coger fuerzas de cara a la siguiente embestida. 
No creo mucho en intangibles. Pero creo en las personas. Y en el arte. Que quizás, poniéndonos metafísicos, sean la misma cosa. Por eso me amarro a ambas cuando veo que la vida se escapa a mi control. Y el recuerdo en su lado menos hijo de puta me dibuja un escenario más amable, más humano, menos raro.

El arte y el recuerdo me resultan una representación más realista de la vida de lo que creemos, porque nosotros los creamos y nosotros sacamos todas nuestras ideas del vivir. Juraría que nunca he escrito algo que no haya sentido antes. Puede que por eso, las representaciones y los titiriteros nos ayuden a sobrellevar estos momentos; porque todo lo que sentimos al entrar en contacto con el arte, está intrínsecamente en contacto con la vida. Permitidme que no me fíe mucho de aquellos que hoy basan su vida en el lamento y la ira, y tachan los necesarios momentos de evasión humano de escandalosa superficialidad. ¿Acaso ellos no sueñan? Me niego a pensar que no tengan ni siquiera el recuerdo-armadura en su mente, aquel que les evoca tiempos mejores sin olvidar los peores.

En fin. El desayuno me encantó. Aunque acabé un poco empachada, todo hay que decirlo. Mañana parece que vuelve a llover. Quizás me dé igual porque no piso la calle, pero es triste recordar el verano sin sentirlo. Hoy, apoyada en la barandilla del balcón, se me confundió en la cara una lágrima con una gota de lluvia (no es que quiera hacer poesía cursi, es que es la verdad); y decidí que tenía que ver otra vez "Cuatro bodas y un funeral". Al acabar, me puse a Aute, porque el reír y el llorar me gusta combinarlos a partes iguales. 
Y pensé que en estos días es "terriblemente absurdo estar vivos". Sobre todo sin algunos latidos. Pero que resistiremos porque el ser humano es jodidamente cabezota cuando se trata de seguir viviendo. 

Solo espero que me vuelvan a dejar re-desayunar en casa de mi amiga este verano, la verdad.


P.D.: me adelanto a las posibles críticas y recuerdo: sigo creyendo en el poder de la medicina. Pero si solo confiara en la ciencia, y en nada más, no podría seguir viviendo.




2 comentarios:

  1. Lo más orientador y reconfortante que he leído en estas semanas de tanta tristeza, demasiada confusión y, por desgracia, aun más odio. Quizá no salgamos de ésta más fuertes, pero sí sabiendo que nos queda la música ;)
    ¡Mucho ánimo!

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